La tradición que ha degenerado en costumbre
—Pedro Francisco Bonó.
El montero de Pedro Francisco Bonó, publicada en El correo de Ultramar, París, en el año 1856, fue una obra que marcó precedentes en los albores del género novelístico dominicano, sobre todo porque también fue considerada como la novela que inició la temática costumbrista, que colocó como centro a la vida primitiva rural en la República Dominicana.
Sin embargo, la grandeza de El montero no se queda ahí, pues aparte de su importante carácter costumbrista, al mismo tiempo, esta obra supo describir con mucha precisión (aunque con uno que otro elemento de ficción) la realidad del desorden social que se vivía en las zonas rurales de nuestro país.
Este desorden estaba caracterizado por la incapacidad que tenían los monteros y demás campesinos de solucionar sus conflictos de manera pacífica. Así, en la obra de Pedro Francisco Bonó, los personajes resolvían sus diferencias a través de riñas en las que junto a su aguardiente en mano afilaban sus machetes para iniciar el nuevo combate. Riñas que se convirtieron en una costumbre incluso en los momentos menos apropiados.
Al parecer no había ningún elemento de disuasión que fuese suficiente para convencer a estas personas de que la fuerza bruta podría convertirse en un problema más, no así en una verdadera solución. Al respecto, cito un fragmento de la obra que explica mejor este aspecto:
“La tradición es la espuela que anima al joven a empeñar una pelea general por cualquier niñada. Si la civilización ha dulcificado las costumbres del hombre en Europa, los de estos campos sin semejante modificador, están aún en los primitivos tiempos del descubrimiento de la América, y dígasenos, ¿no era la fuerza brutal lo que campeaba más en los siglos pasados y se enseñoreaba sobre todo?”[1]
Sumado a esto, en la obra se presenta la gran debilidad institucional de las entidades que se suponía que eran las encargadas de imponer el orden en la sociedad, por ende, esta historia nacida de la imaginación de Bonó revela que no existían suficientes insumos estatales capaces de crear los mecanismos legítimos y necesarios para garantizar la paz de todos. Una persona golpeaba y hería físicamente a otra (esto sucede en la obra) con mucha facilidad y la sanción no llegaba a tiempo.
También, era una época en la que el poder militar y policial estaba asentándose, en la que había una policía rural que debía imponer el orden, pero en la obra el narrador explicaba que esto también era insuficiente, y cito:
“[…] A medida que el mal crecía se tomaban las medidas propias para impedirlo, y la institución de los capitanes de partido opuso algún dique a las desgracias. Sin embargo, esta era una medida incompleta, puesto que el capitán de partido no es más que el jefe de la fuerza armada, agente por consiguiente de la fuerza pública, pero en manera alguna competente ni en relaciones por su empleo puramente militar con el primer escalón en la jerarquía judicial, única hábil para conocer de los crímenes y delitos de los ciudadanos”.[2]
He subrayado esta última línea del texto porque me parece que es una crítica a la escasa posibilidad y accesibilidad que tenían los habitantes de las zonas rurales, para poder acudir a los tribunales. Recordemos que, durante un largo período de nuestra historia, las instancias judiciales de la República Dominicana estaban en pañales. Quizás Bonó, con su historia ficticia quería llevar la situación descrita al imaginario colectivo, y convertirse en una voz frente a la anarquía imperante en la época.
[1] Bonó, Pedro Francisco, El montero, Archivo General de la Nación, Colección Juvenil, vol. IX, Santo Domingo, República Dominicana, 2017, p. 70.
[2] Ibidem.