Es impensable que en sociedades democráticas como la nuestra pongamos en venta nuestro derecho a disentir. Discrepar es algo completamente connatural a la especie (yerra quien pretende negarlo). Si no fuera así, viviríamos una vida vacía y llena de matices oscuros o blanquecinos. Definitivamente no existirían los puntos medios.
Se impondría el sí, señor, sí, señor, ordene y mande (que aunque los dos últimos términos son expresiones equivalentes) en la cotidianidad y viviríamos al acecho del nuevo mandato, completamente maniatados, subyugados, atados a las voluntades ajenas y al constante intento de complacer a otros, toleraríamos cualquier manifestación que voluntaria o involuntariamente mancille nuestra dignidad y autoconcepto. Cederíamos a todo por defender una estabilidad que ni es sana ni es totalmente legítima.
Hoy día se nos enseña que para encajar debemos de sacrificar nuestra voz, olvidando que incluso de las inconformidades nace la luz y que la crítica puede (sí, puede) apostar a un mejor porvenir, jugando así un rol estelar en la construcción de nuestra sociedad ideal, caracterizada por el bienestar, la libertad, el respeto a los disensos, entre otros atributos propios de las democracias contemporáneas.
Sobre la libertad (particularmente la libertad de expresión) y el respeto a los disensos es importante mencionar que ninguno de los dos son absolutos, ya que se deben evitar las posiciones extremas de ambas inclinaciones, pues en nombre de mi libertad de expresión yo no puedo alegar que mis expresiones ofensivas y denigrantes contra otras personas son constitucionalmente válidas y protegidas por el ordenamiento jurídico. No importa si Ana o Juanico nos caen mal, la prudencia invita al equilibrio al emplear nuestra libertad de expresión.