Sin proponérselo, Paulina encontró el outfit perfecto para la reunión con unos inversionistas canadienses interesados en el sector inmobiliario, precisamente ella está a cargo del departamento de inversión extranjera de unas de las empresas más prestigiosas. Su ropa estaba impecable: el pantalón blanco seda, la blusa del mismo color con un par de perlas incrustadas, cuyo rejuego formaba un collar (“la vieja confiable”, pero la vestimenta ideal para combinar su autoestima con su confianza en sí misma). En cuanto a los zapatos, realmente no sabía qué ponerse, hasta que de repente visualizó los tacones que utilizó en la celebración de sus quince años, lo suficientemente altos para comerse el mundo.

Cartera, monedero, lentes fotocromáticos, ropa planchada, el perfume, zapatos limpios, los aretes en su lugar, la agenda, listo, todo en orden. Solamente le faltaba encender el vehículo y dirigirse hacia su destino. A dos cuadras de su casa había un tremendo tapón ocasionado por una camioneta dañada y más adelante se produjo un choque entre dos vehículos, quedaron completamente desbaratados. El agente metropolitano intentaba mantener el control de ambas situaciones, los semáforos no tenían luz, tremendo espanto. 

Luego de aproximadamente una hora y cuarenta y cinco minutos, Paulina pudo zafarse de aquel asunto, el tránsito avanzó con mayor rapidez hasta que nuevamente se topó con un tapón más intenso que el anterior. El nuevo embotellamiento fue provocado por otro semáforo dañado y un agente que intentaba mantener la situación a raya. Dos horas más, Paulina está retrasada, por fortuna, hizo caso omiso al reloj, sabía que se iba a tensar más de la cuenta.

Cuando finalmente pudo llegar a la oficina, advirtió que todo está en su sitio. El seguridad permanece impasible en su esquina. No hay ni un carro obstruyendo la libre circulación. El lobby está completamente solitario y nadie decidió acompañar a Paulina en el ascensor. En fin, un día cualquiera de trabajo.

    — ¿Paulina, qué te pasó? — así la recibió su compañera Merayma.

    — ¿Necesitas que te ayude con algo? — inquirió su compañera Claudia.

    — Yo te ayudo con la cartera, está muy pesada — se ofreció su compañero Andrés.

    — ¿Señora Paulina, desea que le traiga agua o té frío? — le preguntó la recepcionista.

    — ¡Basta, me abruma tanta atención!, les agradezco sus muestras de empatía, pero estoy bien. No ha pasado nada, tranquilos. Mejor pónganme al día – les respondió Paulina a todos, tratando de disimular el colapso.

   — Primero ve a cambiarte esos zapatos rotos –replicó Merayma.

    —Gracias!, no me había dado cuenta – respondió Paulina.

De 100 mujeres al menos 99 guardamos zapatos en nuestro vehículo: un par para la chica que nos hace el pedicure, un par de sandalias por si toca un viaje improvisado a la playa, unos zapatos negros que combinen con cualquier vestimenta, un par de zapatos bajitos para estar comodas y otros que sean tan altos que nadie nos reconozca. La que no, en el fondo tiene otra estrategia para ingeniárselas en caso de que ocurra algún incidente. Nos generan pavor las sorpresas embarazosas. La mujer es la madre de las soluciones, que si un botiquín de medicamentos, que si el perfume, la crema, el aliento, el cabello, el pintalabios, el delineado, las cejas, las uñas, en fin, todo tiene que estar en su justa dimensión. Finalmente, Paulina pudo cambiar sus zapatos, pero en el momento exacto en el que salió hacia el edificio, la suela del tacón derecho se le quedó en el asfalto.

    —¿¡Uffffffffffff, este dia no podría resultar peor!? –se le oyó decir mientras lloraba arrinconada en la acera…

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